No es grato recordar los pasajes de la indulgencia del cristianismo, la temeridad bélica, el holocausto NAZI, el devastador fenómeno natural acaecido en Filipinas, y el debacle catastrófico de la política. En cada uno de ellos, hay un gran actor en común, el ser humano. En disímiles épocas fuimos presos, víctimas y conquistadores. Heroicos personajes que intentaron llegar más allá de lo que cualquier mortal en su dormida vida lo hubiera hecho.
Somos lo que somos y la historia –en todas sus vertientes– será parte del recién nacido; de su pubertad, adolescencia y la siempre bienvenida, vejez. Y claro, habrá que preguntarnos en algún momento de nuestra existencia, ¿qué historia tendrán esos pequeños indefensos?
El día que murió el silencio, emergió de lo más ínfero de la voluntad humana, las realidades más aplastantes para nuestras sociedades, que en pos de globalizar el mundo, extendieron la pobreza a niveles alarmantes, radicalizaron la incultura; esa indigencia intelectual que heredamos como una carta magna. En este tenor, la comunidad internacional celebra cientos de reuniones por año en nombre de la pobreza en los sitios más majestuosos que un pobre infeliz pueda imaginar. Pero lo hacen un su nombre.
El día que murió el silencio, salieron los recueros de millones de seres humanos que un buen día caminaban, trabajaban y servían a una sociedad. Semanas después, sus cuerpos –torturados, azotados, flagelados– dormían en campos de concentración como el de Bergen-Belsen, en el genocidio de 1945. He ahí los resultados más contundentes cuando los hombres (como término genérico) quieren y pretenden ser vistos como Dioses. Olvidando la razón humana, y aferrándose a una insulsa egolatría sin precedentes.