El día que murió el silencio (II)

El día que murió el silencio, las calles cobraron vida, las multitudes sembraron  felicidad,  el trabajador cuestionó la falta de derechos, las mujeres salieron en busca de oportunidades políticas, económicas y sociales. Tuvieron voz y voto.

Millones de niños por primera vez en su nobel vida pudieron acceder a una educación y, por ende, conocer  una percepción diferente de ésta sensible realidad. Una realidad que –aún– en estos últimos 10 años viola las grandes Convenciones y Protocolos Internacionales para combatir todo tipo de sufrimiento que vaya en contra de la dignidad  humana.

Somos lo que somos, y muchos dejaron de ser algo en aquella apoteótica  búsqueda de oportunidades dentro de otras soberanías. Miles de ciudadanos tuvieron que ahogar su llanto en medio de la triste soledad que embarga sus vidas al salir de sus países. Su tenacidad, sus virtudes y la esperanza de volver a ver a los suyos, hizo de ellos, un ejemplo vivo de lucha pacífica en un contexto internacional, al que equiparo como el de “David contra Goliat”.

Dicho esto, muchos gobiernos europeos (en el que incluyo a España) generaron muchas críticas en relación al trato que recibían los inmigrantes. Muchos de ellos, tienen que vivir día a día escondidos y privados de su libertad social, cultural y económica. Cientos de inmigrantes durmieron días, semanas y meses en cárceles, llamados «Centro de Internamiento de Extranjeros», y llegaron allí solo por ser extranjeros sin residencia. Solo una falta administrativa. Ante estas situaciones carentes de sensibilidad y apoyo jurídico de la verdad, gobiernos latinoamericanos no supieron poner fin a pasajes tan oscuros en contra de los Derechos Humanos.

En pocas palabras, el inmigrante lleva un brazalete de indiferencia por parte muchos gobiernos y de aquellos países que un buen día nos recibieron con los brazos abiertos. Triste realidad que sufren muchos ciudadanos.

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