Un ser emocional comentaba delicadamente:
Y si el espacio revelara los eventos que fui pasando en el oasis de mis pensamientos, recordará que no pensé solo en mí; pensé en Viviana, Rosa, Adriana, la Sole y hasta en mi pequeña infancia según Séneca, pero claro, pensaba en mi eterna armonía como ser individual. No importuné a la vecina y sus festejos, ni hacia prejuicios contundentes de las más mártires.
Eran mis minutos, mis horas, mis días y los angustiosos meses de soledad. Y así fui feliz; sin rencores ni remordimientos de mi vida o de otra vida ajena. Me sentaba, levantaba la mirada y lanzaba mi arponcillo al enorme piélago.
Los años fueron pasando, la palabra soledad ya no me quería, no me aguantaba, se disgustaba de mí y mis sentimientos. Incluso me pidió que la dejara, que la abandonara y marchase rumbo a la habitación de los dóciles emocionales.
Había razones y circunstancias, lágrimas y desesperanzas. No había sueños que ilusionaran al temible tabernáculo de la sabiduría solitaria, solo retazos de amor y palabras de clamor. Y el último día, el gran amigo llamado conocimiento me dijo:
Camina, conoce y luego cuéntame cómo se vive sin momentos de soledad.